Titulares posibles:
Madrid, 9 de octubre de 2025 – El Ministerio de Juventud e Infancia ha presentado hoy un informe devastador que arroja luz sobre la alarmante prevalencia de la violencia sufrida durante la infancia y adolescencia entre los jóvenes adultos en España. El estudio, titulado ‘Prevalencia de la violencia contra la infancia y la adolescencia’, revela que casi un tercio (28,9%) de los jóvenes de entre 18 y 30 años declara haber sido víctima de violencia sexual en su infancia, una cifra que estremece y demanda una acción urgente.
El informe, basado en una exhaustiva macroencuesta con más de 9.000 respuestas, pone de manifiesto la persistencia de un problema silenciado durante años. Más allá de la violencia sexual, el estudio también destaca que una cuarta parte (25,7%) de los encuestados ha experimentado violencia en el ámbito de la pareja. Este dato, escalofriante por sí solo, se agrava al conocer que un porcentaje significativo de estas víctimas continúa sufriendo esta violencia en la edad adulta. La ministra de Juventud e Infancia, Sira Rego, presente en la presentación del informe junto al delegado del Gobierno en Madrid, Francisco Martín, calificó los resultados como "un llamado a la acción para proteger a nuestros niños y jóvenes".
Quizás uno de los hallazgos más impactantes del estudio es la revelación de que el entorno familiar es, en muchos casos, el principal escenario de la violencia. En los casos de violencia sexual infantil, el padre emerge como el perpetrador más frecuente (21,6%), seguido por familiares menores de edad no convivientes. La frialdad de las cifras contrasta con la desgarradora realidad que subyace: casi la mitad (46,6%) de los casos de violencia sexual infantil ocurren en el seno familiar. Esta traición, este quiebre de la confianza y seguridad que debería proporcionar la familia, deja cicatrices profundas y duraderas en las víctimas. Es crucial destacar que el porcentaje de chicos que declaran haber sufrido violencia sexual en la familia duplica al de las chicas (63,2% frente a 33,9%), un dato que desafía estereotipos y exige una reflexión profunda sobre las dinámicas de poder y vulnerabilidad dentro del hogar.
El estudio también alerta sobre la alarmante prevalencia de la violencia en el ámbito de la pareja entre los jóvenes. Más de un 22% de los encuestados afirma haber recibido insultos o humillaciones por parte de su pareja, y un porcentaje similar reconoce haber sido forzado a mantener relaciones sexuales. La violencia psicológica también es una realidad cotidiana para muchos jóvenes: un 48,1% declara haberla sufrido en la infancia, con los progenitores como principales agresores. La preocupante repetición de estos patrones en la edad adulta (un 22,5% de las víctimas de violencia psicológica infantil continúan sufriéndola) evidencia la necesidad urgente de romper este ciclo de violencia a través de programas de prevención, detección temprana y apoyo a las víctimas. La ministra Rego ha asegurado que el gobierno se compromete a "implementar medidas integrales para abordar este problema desde la raíz, protegiendo a nuestros niños y jóvenes y garantizando su derecho a una vida libre de violencia." El camino es largo y complejo, pero la presentación de este informe representa un primer paso crucial para visibilizar el problema y movilizar a la sociedad en su conjunto.
El estremecedor estudio sobre la violencia infantil en España, lejos de ser una mera compilación de datos alarmantes, debería resonar como un **grito de auxilio colectivo** que trasciende las frías cifras y nos interpela a todos como sociedad. Que casi un tercio de nuestros jóvenes declare haber sufrido violencia sexual en la infancia no es una estadística, es una herida abierta que sangra en silencio, en las aulas, en los trabajos, en las relaciones. Si bien la presentación del informe y las promesas de la ministra Rego son pasos necesarios, temo que se diluyan en la burocracia si no van acompañadas de un cambio profundo en la mentalidad social, una **deslegitimación absoluta de cualquier forma de violencia**, especialmente la ejercida contra los más vulnerables. No bastan las medidas integrales, necesitamos una revolución cultural que priorice la empatía, la educación emocional y la denuncia activa de los abusos, desmontando la vergonzosa impunidad que aún protege a tantos agresores.
Más allá de la indignación inicial, el informe invita a una reflexión incómoda: ¿qué estamos haciendo, como individuos y como colectivo, para perpetuar estas dinámicas? Que el principal perpetrador sea el padre, la figura que debería encarnar la protección y el amor incondicional, revela una crisis de valores y una **masculinidad tóxica enquistada en el núcleo familiar**. La elevada incidencia de violencia psicológica y el ciclo que se repite en la edad adulta demuestran que las heridas de la infancia no se curan solas, sino que se enquistan y deforman las relaciones interpersonales. Necesitamos urgentemente recursos accesibles y especializados para las víctimas, pero también programas de reeducación para los agresores, porque **la violencia no es una fatalidad, es un comportamiento aprendido** que debemos desaprender con urgencia. Si no actuamos ahora, condenaremos a las futuras generaciones a repetir este horroroso guion.
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