La aspiración del Gobierno de Pedro Sánchez de oficializar el catalán, el euskera y el gallego en la Unión Europea ha encallado, por séptima vez, en las arenas movedizas de la diplomacia europea. Lo que se presentaba como una reivindicación lingüística y cultural ha devenido en una fuente de fricción constante con socios clave, poniendo a prueba la paciencia de una Unión Europea ya lidiando con crisis geopolíticas y económicas de envergadura. El fiasco de ayer, lejos de ser un episodio aislado, se inscribe en una semana aciaga para la política exterior española, marcada por la controversia de la Ley de Amnistía y las sombras de injerencia en la OPA de BBVA sobre Banco Sabadell.
Más allá de las frías declaraciones oficiales, la tensión palpable en Bruselas se materializó en un enfrentamiento verbal entre el secretario de Estado para la UE, Marcos Sampedro, y el responsable de Asuntos Europeos alemán, Gunther Krichbaum. Fuentes diplomáticas describen un intercambio de palabras «duro» y poco «diplomático», evidenciando el creciente escepticismo alemán respecto a la viabilidad legal de la propuesta española. La sombra de Friedrich Merz, líder de la oposición alemana, planea sobre las negociaciones, añadiendo un componente de política interna a la ya compleja ecuación europea.
La insistencia del Gobierno español en que no es necesario modificar los tratados europeos para dar cabida a las lenguas cooficiales choca frontalmente con las dudas expresadas por los servicios jurídicos del Consejo Europeo. Esta discrepancia, lejos de ser un mero tecnicismo legal, alimenta la desconfianza de países como Italia, Finlandia y Polonia, que temen que la medida siente un precedente peligroso. La ministra de Asuntos Exteriores danesa, Marie Bjerre, cuyo país ostenta la presidencia de turno del Consejo, ha reconocido públicamente las «preocupaciones» existentes, tanto en el ámbito presupuestario como en el legal.
Mientras el Gobierno español insiste en que está dispuesto a «resolver la discriminación» de España frente a otros Estados miembros, la realidad es que la falta de unanimidad persiste. El ministro de Exteriores luxemburgués, Xavier Bettel, ha sido especialmente explícito al señalar que la insistencia española llega en un momento inoportuno, cuando la UE se enfrenta a desafíos más apremiantes, como las sanciones a Rusia y la crisis en Oriente Medio. «¿Pero aprobamos el gallego, el euskera y el catalán? Entiendo completamente que para los españoles y el multilingüismo las tradiciones son muy importantes, pero realmente no es el momento adecuado», sentenció Bettel.
La retórica desafiante del Gobierno español, con un José Manuel Albares que acusa a los países reticentes de emplear «tácticas dilatorias», parece chocar con la cruda realidad. El «día D» que prometía el Ejecutivo se aleja cada vez más en el horizonte, dejando tras de sí una estela de frustración y descontento tanto en Cataluña como en el País Vasco. El presidente de la Generalitat, Salvador Illa, ha prometido «no parar» hasta lograr el reconocimiento oficial de las lenguas, pero la senda hacia Bruselas se antoja cada vez más empedrada.
La persistencia del Gobierno en su empeño de oficializar las lenguas cooficiales en la UE, a pesar del evidente rechazo, revela una desconexión preocupante entre la diplomacia española y la realidad europea. Más allá del legítimo deseo de promover la diversidad lingüística, esta insistencia, que ya acumula reveses, parece una estrategia política interna proyectada al escenario internacional. La tozudez, en este caso, no es sinónimo de virtud, sino de miopía estratégica. Se está poniendo en riesgo la credibilidad de España en Bruselas por una cuestión que, por muy importante que sea, no debería eclipsar los desafíos urgentes que enfrenta la Unión, como la guerra en Ucrania o la crisis energética. ¿No sería más prudente enfocar energías en fortalecer la posición de España en áreas clave y dejar esta reivindicación para un momento más propicio?
El enfrentamiento Sampedro-Krichbaum es un síntoma alarmante de la creciente exasperación europea. **La incapacidad del Gobierno español para construir consensos, sumada a la controversia generada por la Ley de Amnistía, está erosionando la confianza de nuestros socios.** La Unión Europea se basa en el diálogo y la negociación, no en la imposición. Si bien es cierto que la promoción de la diversidad lingüística es un valor fundamental, no se puede obviar el contexto actual, marcado por la inestabilidad y la necesidad de unidad. Quizás sea hora de replantear la estrategia, buscando un enfoque más flexible y pragmático, que priorice el diálogo y la búsqueda de soluciones conjuntas en lugar de la confrontación estéril. De lo contrario, el «día D» prometido se convertirá en una eterna espera en la antesala de Bruselas.
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