La sombra del desencanto se extiende implacable sobre España, alimentada por una brecha generacional y la erosión de la confianza en las instituciones democráticas. El espejismo de la prosperidad compartida, promesa fundacional de la Europa post-bélica, se ha desvanecido dejando tras de sí una realidad de precariedad laboral y desigualdad creciente. La generación Z, desconectada de los relatos tradicionales y moldeada por la inmediatez digital, observa con escepticismo un sistema que percibe como obsoleto e incapaz de responder a sus necesidades. Este caldo de cultivo de frustración y desafección es el combustible que alimenta el auge de los neopopulismos autoritarios, tanto de izquierda como de derecha.
Lejos de ser un fenómeno aislado, el ascenso meteórico de Vox en las encuestas es sintomático de una profunda crisis de legitimidad del sistema democrático español. El partido liderado por Santiago Abascal se presenta como la encarnación de la furia ciudadana, el ariete dispuesto a demoler el «régimen del 78» y construir un nuevo orden a su medida. Su estrategia, inspirada en el modelo de Viktor Orbán en Hungría, no se limita a buscar un cambio de gobierno, sino una transformación radical del Estado que le permita moldearlo a su imagen y semejanza.
Paradójicamente, Pedro Sánchez, desde una óptica ideológica opuesta, parece compartir la misma intuición que Abascal: el régimen nacido de la Transición ha agotado su ciclo vital. Su ataque sistemático a las instituciones del Estado que escapan a su control, la instrumentalización partidista de los organismos públicos y su deriva hacia un socialismo cada vez más radicalizado son señales inequívocas de su proyecto de cambio de modelo de Estado. La convergencia entre el líder de Vox y el presidente del Gobierno en su diagnóstico sobre el agotamiento del «régimen del 78» revela la magnitud de la crisis que atraviesa España.
El país se encuentra en una encrucijada histórica. La erosión del consenso social, la polarización política y la emergencia de fuerzas antisistema amenazan con desestabilizar el marco constitucional y abrir un periodo de incertidumbre y confrontación. La pregunta que se plantea ahora es si España será capaz de reinventarse a sí misma, refundando su pacto social sobre bases más justas y equitativas, o si, por el contrario, se verá arrastrada por una espiral de fragmentación y conflicto que ponga en riesgo su propia supervivencia como nación. La respuesta a esta interrogante definirá el futuro de España en los años venideros.
La tesis de un «agotamiento del régimen del 78» que comparten, aunque por motivos radicalmente distintos, figuras tan dispares como Abascal y Sánchez, resulta, a mi juicio, peligrosamente simplista. Es cierto que las costuras del sistema muestran claros signos de fatiga, pero confundir el desgaste lógico de cualquier construcción política con una obsolescencia irreversible implica ignorar la resiliencia inherente a la democracia. El problema no radica tanto en el modelo en sí, sino en la incapacidad de las élites políticas para adaptarlo a las nuevas realidades sociales y económicas. El auge de populismos, sean del color que sean, no es más que un síntoma de esta dejadez, una consecuencia directa de la sordera de la clase dirigente ante las demandas de una ciudadanía cada vez más descontenta.
Más allá de la retórica apocalíptica, lo que España necesita no es una demolición controlada ni una refundación exprés, sino una profunda revisión de prioridades y un ejercicio de autocrítica honesto. Deberíamos centrarnos en fortalecer las instituciones, en combatir la corrupción y en garantizar una mayor equidad social, en lugar de alimentar falsas dicotomías y buscar soluciones mágicas que, en última instancia, solo conducen a la polarización y al enfrentamiento. La solución no pasa por abrazar propuestas radicales, sino por recuperar el espíritu de diálogo y consenso que hizo posible la Transición, adaptándolo, eso sí, a los desafíos del siglo XXI. El futuro de España no está escrito; depende de nuestra capacidad para construir un proyecto colectivo que mire hacia adelante, sin renunciar a los valores fundamentales que nos definen como sociedad.
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