La paradoja, esa vieja amiga de la política española, ha vuelto a hacer de las suyas. Mientras el mundo contenía el aliento ante el anuncio de una posible tregua entre Israel y Hamás, un rayo de esperanza en un conflicto enquistado, España se encontraba en las antípodas de la diplomacia, más preocupada por alimentar su propia hoguera ideológica que por aportar una chispa a la paz. El Gobierno, atrapado en su particular laberinto de filias y fobias, parece haber perdido el tren de la realidad internacional, convirtiéndose en un espectador pasivo, cuando no en un elemento de distorsión, en un escenario que clama por la cordura y el entendimiento.
La imagen es desoladora: mientras mediadores de Egipto, Qatar y Turquía, bajo el paraguas estadounidense, tejían delicadas negociaciones para poner fin al horror en Gaza, España se autoexcluía del tablero, prefiriendo agitar banderas en la retaguardia. La votación sobre el embargo a Israel, convenientemente pospuesta para no coincidir con el aniversario del 7-O, terminaba eclipsada por la noticia del acuerdo, poniendo de manifiesto la desconexión entre la agenda gubernamental y las prioridades globales. ¿Acaso no es momento de preguntarse si la diplomacia española, en lugar de buscar puentes, se ha dedicado a dinamitarlos?
El coste de esta estrategia es incalculable. España, con su tradicional ascendente en el mundo árabe y su presumible capacidad de interlocución con todas las partes, podría haber jugado un papel crucial en la búsqueda de una solución pacífica. Sin embargo, la obsesión por marcar diferencias, por complacer a una determinada base electoral y por alimentar la polarización interna, ha impedido aprovechar esta oportunidad histórica. ¿Qué credibilidad puede tener España como mediador cuando sus ministros se erigen en jueces y verdugos, cuando se financian viajes a activistas antiisraelíes y se boicotean eventos deportivos?
El panorama que se abre ahora es complejo y delicado. La reconstrucción de Gaza, la monitorización del gobierno en la Franja y la liberación de los rehenes exigen un esfuerzo coordinado y una diplomacia sutil. España, lamentablemente, se ha colocado en una posición marginal, lo que augura un papel secundario en un proceso que debería ser liderado por actores imparciales y constructivos. La reunión convocada por Macron en Europa evidencia la necesidad de replantear la estrategia y tratar de recuperar el terreno perdido, aunque las heridas infligidas a la diplomacia española tardarán en cicatrizar.
Mientras tanto, en el ámbito interno, no cabe esperar milagros. El Gobierno, fiel a su estilo, previsiblemente intentará capitalizar la situación, atribuyéndose méritos ajenos y utilizando el conflicto palestino-israelí como arma arrojadiza contra sus adversarios políticos. La búsqueda de la verdad, el rigor informativo y la defensa de los intereses generales parecen quedar relegados a un segundo plano, eclipsados por la ambición partidista y el afán de protagonismo. Una vez más, España pierde una oportunidad de oro para demostrar su madurez democrática y su compromiso con la paz y la justicia en el mundo.
La noticia refleja una triste realidad: la política interna española, con su constante polarización, a menudo eclipsa la necesidad de una diplomacia activa y constructiva a nivel internacional. En el caso del conflicto entre Israel y Hamás, la aparente incapacidad del Gobierno para trascender las filias y fobias ideológicas resulta preocupante. Si bien es cierto que España tiene una historia de compromiso con la causa palestina, y que este compromiso debe mantenerse, este no debe impedir una interlocución fluida y equilibrada con todas las partes implicadas en la búsqueda de una solución pacífica. El riesgo, como se señala, es el aislamiento y la pérdida de influencia en un escenario global que demanda líderes capaces de construir puentes, no de atizar fuegos.
La oportunidad perdida, como bien se describe, es doblemente lamentable. No solo se trata de la potencial contribución española al proceso de paz, sino también del daño autoinfligido a nuestra propia imagen internacional. Las acciones y declaraciones de algunos miembros del Gobierno, percibidas como parciales y alejadas de la neutralidad necesaria para una mediación efectiva, generan desconfianza y dificultan el establecimiento de canales de diálogo constructivos. En un mundo cada vez más interconectado, la diplomacia debe primar sobre la ideología, y la búsqueda de soluciones compartidas debe prevalecer sobre la satisfacción de las bases electorales. Es imperativo que España replantee su estrategia y trabaje para recuperar la credibilidad perdida, apostando por una diplomacia proactiva, imparcial y comprometida con la paz y la justicia en Oriente Medio.
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