Un caso alarmante ha sacudido la tranquilidad de una comunidad educativa en Mejorada del Campo (Madrid), tras la denuncia de un padre que acusa a un compañero de clase de su hija de realizarle tocamientos sexuales reiterados. La situación se destapó gracias a un mensaje que José Murillo, padre de la menor afectada, envió a la profesora del colegio, en el que expresaba su preocupación por la conducta inapropiada de un niño hacia su hija, una niña de tan solo cuatro años.
El incidente, que data del 21 de noviembre, ha desencadenado una serie de acciones que han dejado al padre frustrado y en busca de respuestas. En su comunicación, Murillo solicitó que se tomaran medidas para prevenir futuras agresiones. La tutora respondió reconociendo el problema e indicando que estaba abordándolo en clase, pero la familia no quedó satisfecha con las explicaciones ni con las acciones propuestas. De hecho, la respuesta de la docente contrastó fuertemente con las propias palabras de la niña, quien en repetidas ocasiones había expresado que no le gustaban los tocamientos.
Después de varias semanas y tras una reunión con el equipo docente, el padre sostiene que la situación no solo fue minimizada, sino que la directora y la profesora negaron la existencia de un problema serio, describiendo los tocamientos como «cosquillas». Sin embargo, la realidad que vive la niña es desgarradora. Al regresar a casa, a menudo está visiblemente atemorizada y habla sobre lo que le hace su compañero, detallando situaciones que van más allá de simples juegos infantiles.
Ante esta aparente falta de acción por parte del centro escolar, la familia se vio obligada a presentar una denuncia ante la Policía Nacional el 12 de diciembre, documentando así la angustiante experiencia de la menor. En su declaración, se especifica que el niño, que ahora enfrenta acusaciones de violencia sexual a menores, había estado tocando a su hija insistentemente, incluso llegando a tocar sus genitales.
La denuncia ha puesto en tela de juicio la efectividad del protocolo antiagresiones que se supone debe proteger a los alumnos. Murillo ha manifestado su incredulidad ante la indolencia de las autoridades educativas. A pesar de las promesas de abrir un expediente, la consejería no ha tomado medidas concretas para proteger a su hija, quien continúa en la misma clase que el supuesto agresor. El padre ha indicado que, según las normativas educativas, debería haberse implementado un cambio inmediato de clase o incluso expulsión del menor infractor, pero las autoridades han dejado claro que no se aplicará dicha medida.
La familia se enfrenta ahora a una encrucijada: cambiar a su hija de colegio en medio del curso escolar, una decisión que los llena de dilemas, ya que la víctima es la que podría verse forzada a abandonar su entorno educativo por los actos de otro niño. Con la menor aún en tratamiento psicológico y saneando las heridas emocionales causadas por esta experiencia, los padres hacen un llamado a la comunidad educativa y a las autoridades para que actúen con mayor seriedad en la protección de los derechos de los menores. La angustia por la seguridad emocional y física de su hija sigue siendo la preocupación principal para la familia Murillo, que no cesará en su búsqueda de justicia y adecuadas respuestas a esta situación traumática.
La denuncia presentada por el padre de la menor de Mejorada del Campo no solo pone de manifiesto una situación que debería ser inaceptable en cualquier entorno educativo, sino que también revela la preocupante indolencia y falta de acción de un sistema que debería proteger a los más vulnerables. La reacción de la dirección del colegio, minimizando los tocamientos a simples «cosquillas», refleja una cultura de la negación que puede permitir la perpetuación de conductas dañinas. En este contexto, cuestionamos la efectividad de los protocolos existentes: ¿es suficiente, como parece, una simple reunión con el equipo docente para abordar un posible caso de violencia sexual entre menores? La respuesta debe ser un “no” rotundo; se requiere una intervención contundente y la implementación de medidas que prioricen la seguridad emocional y física de las víctimas en lugar de proteger la imagen del centro educativo.
Es esencial que se abra un debate sincero sobre las estructuras educativas y su responsabilidad en la prevención, detección y respuesta ante situaciones de acoso y agresiones sexuales. Este caso pone en tela de juicio el compromiso de las autoridades hacia un cambio significativo en la forma de abordar estos delicados problemas. Las escuelas deben ser entornos seguros, y en vez de trasladar el problema a la víctima obligándola a cambiar de colegio, es fundamental que se adopten medidas como el cambio inmediato de clase del agresor y la formación continua del personal educativo en materia de prevención de violencia. Solo así podremos comenzar a garantizar que todos los niños tengan el derecho inalienable a crecer en un entorno seguro, en el que se les escuche y donde se tomen en serio sus preocupaciones.
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