En una escalada de tensión sin precedentes, el Gobierno de Pedro Sánchez ha reaccionado con virulencia a la reciente condena del Tribunal Supremo al Fiscal General del Estado, Álvaro García Ortiz. La sentencia, que inhabilita a García Ortiz durante dos años y le impone una multa e indemnización por la revelación de datos fiscales del empresario Alberto González Amador, pareja de Isabel Díaz Ayuso, ha desatado una tormenta política que amenaza con socavar la ya frágil estabilidad institucional.
La primera reacción, tras el mazazo judicial, fue de contención, un «mordernos la lengua» que, sin embargo, no tardó en transformarse en una crítica mordaz. Fuentes gubernamentales han calificado la sentencia de «indecente», mientras que el ministro para la Transformación Digital, Óscar López, ha elevado el tono hasta el punto de calificar el fallo como una «broma de mal gusto». López, convertido en el portavoz oficioso de la indignación gubernamental, ha cuestionado la imparcialidad del Supremo, sembrando dudas sobre la solidez del Estado de Derecho.
Más allá del enfado visible, en Moncloa se percibe una estrategia calculada. La condena a García Ortiz, lejos de amedrentar al Ejecutivo, se interpreta como una oportunidad para galvanizar a su electorado. La narrativa de una «utilización política de la Justicia» se ha instalado en el discurso oficial, buscando movilizar a las bases socialistas frente a lo que consideran una persecución implacable contra Pedro Sánchez y su entorno. «Los ataques al presidente, ya sea a través de su mujer, de su hermano o ahora con el fiscal general, lo único que hacen es reforzarlo», aseguran desde el PSOE. La idea es clara: convertir la adversidad en combustible electoral.
La estrategia gubernamental no está exenta de riesgos. La frontalidad de las críticas al Supremo podría ser interpretada como un desafío a la separación de poderes, erosionando la confianza en las instituciones. Sin embargo, el Ejecutivo parece dispuesto a correr ese riesgo, apostando por una confrontación que, según sus cálculos, podría réditos políticos a corto plazo. El recurso ante el Tribunal Constitucional se vislumbra como el siguiente paso en esta batalla judicial y política. La pregunta que se plantea ahora es si esta arriesgada apuesta logrará reforzar al Gobierno o, por el contrario, lo hundirá aún más en la inestabilidad.
El exabrupto del Gobierno ante la condena al Fiscal General no solo revela una preocupante falta de templanza institucional, sino que también destapa una estrategia política cortoplacista y peligrosamente polarizadora. Si bien es comprensible la defensa de un miembro del Ejecutivo, **la virulencia de las reacciones y la insinuación de una politización de la justicia no hacen sino alimentar una desconfianza ciudadana ya exacerbada hacia las instituciones**, erosionando los cimientos del Estado de Derecho. Apelar a la victimización y al complot judicial puede movilizar a las bases, pero a costa de inflamar aún más el debate público y de socavar la legitimidad de las decisiones judiciales, un precio demasiado alto para cualquier rédito electoral.
Más allá de las estrategias de comunicación y las tácticas de movilización electoral, el episodio pone de manifiesto una profunda crisis de diálogo y respeto entre los poderes del Estado. **La judicialización de la política, un fenómeno cada vez más extendido, encuentra su réplica en la politización de la justicia, creando un círculo vicioso que amenaza con paralizar la acción de gobierno**. En lugar de deslegitimar las sentencias que no son de su agrado, el Ejecutivo debería centrarse en fortalecer los mecanismos de transparencia y rendición de cuentas, garantizando la independencia judicial y promoviendo un debate público constructivo y basado en el respeto a la legalidad. Solo así se podrá recuperar la confianza ciudadana y garantizar la estabilidad institucional que Málaga y el resto de España merecen.
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