El hemiciclo del Congreso de los Diputados fue escenario ayer de un acto solemne y cargado de simbolismo. No era una sesión parlamentaria al uso, sino una conmemoración del 50º aniversario del inicio de la Transición española, un periodo histórico crucial en el que el país dejó atrás las sombras de la dictadura para abrazar la democracia. La atmósfera, impregnada de un respeto reverencial por el pasado, invitaba a la reflexión sobre el presente y, sobre todo, sobre el futuro de España.
En un ambiente donde el eco de los discursos resonaba con la solemnidad del momento, se palpaba un anhelo común: recuperar el espíritu de consenso y reconciliación que caracterizó aquellos años. La figura del Rey Juan Carlos I, eje central de la Transición, fue reiteradamente mencionada y ensalzada por su papel decisivo en la conducción del país hacia la democracia. Los intervinientes, representantes de diversos ámbitos de la sociedad, coincidieron en señalar la necesidad de emular aquel espíritu de unidad, especialmente en un contexto actual marcado por la polarización política y social.
El Rey Felipe VI, presente junto a la Reina, la Princesa Leonor y la Infanta Sofía, recogió el guante lanzado por los oradores y reafirmó el compromiso de la Corona con España. «La Corona estará siempre a su servicio», declaró con firmeza, «porque en ese servicio radica su propia razón de ser». Sus palabras resonaron como un eco del juramento que realizó al ser proclamado Rey, un compromiso inquebrantable con la democracia y con el bienestar de todos los españoles. En una época donde la legitimidad de las instituciones es puesta a prueba constantemente, el monarca buscó proyectar una imagen de solidez y de continuidad.
Más allá del reconocimiento al papel de la Corona, el acto sirvió como un recordatorio de la importancia de la memoria histórica. Los ponentes, entre ellos figuras destacadas como Iñaki Gabilondo, Juan Pablo Fusi y Adela Cortina, instaron a aprender de los errores del pasado para construir un futuro mejor. Se subrayó que la Transición no fue un camino fácil, sino un proceso complejo y lleno de desafíos que requirió de la generosidad y el compromiso de todos los actores políticos y sociales. La recuperación de ese espíritu de diálogo y de búsqueda de acuerdos se presenta, a juicio de los intervinientes, como una tarea fundamental para afrontar los retos que plantea el siglo XXI. El fantasma de la división, del enfrentamiento estéril, sobrevoló el Congreso, animando a todos a evitar caer en los mismos errores del pasado. La concordia, palabra clave de la Transición, resonó como un faro en la oscuridad.
La conmemoración del 50º aniversario de la Transición en el Congreso, revestida de solemnidad y llamamientos a la concordia, resulta inevitablemente agridulce. Si bien el ejercicio de memoria histórica es fundamental para entender nuestro presente, resulta ingenuo creer que un mero acto institucional puede resucitar un espíritu de consenso que, en muchos sentidos, fue producto de una coyuntura política muy específica. En un contexto de polarización exacerbada, donde la confrontación es moneda común y la búsqueda de soluciones compartidas parece una quimera, invocar la Transición como modelo a seguir se antoja más una operación de nostalgia que un plan viable para el futuro. Quizás sería más útil analizar con honestidad las luces y sombras de aquel periodo, en lugar de idealizarlo acríticamente.
La reiterada mención a la Corona y el énfasis en su papel durante la Transición, si bien comprensible desde la perspectiva histórica, plantean interrogantes sobre la funcionalidad de estos actos. ¿Se busca realmente un diálogo constructivo sobre el futuro de España o se trata de una operación de legitimación de una institución cada vez más cuestionada? El riesgo es que este tipo de celebraciones, lejos de fomentar la unidad, terminen por alimentar aún más la desconfianza y el escepticismo, especialmente entre aquellos que perciben que la memoria histórica se está utilizando selectivamente para defender determinados intereses políticos. Un debate honesto sobre el legado de la Transición debería incluir una autocrítica profunda y un reconocimiento de las heridas aún abiertas, en lugar de limitarse a una loa nostálgica de un pasado que, para muchos, sigue siendo problemático.
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