El ambiente en Los Ángeles es palpable, un choque entre el ideal californiano y la cruda realidad de una deriva política que muchos consideran autoritaria. No se trata solo de pancartas y consignas; la protesta ha encontrado una nueva forma de expresión: la destrucción de la tecnología percibida como cómplice del poder. Imágenes impactantes circulan por la red: un hombre enmascarado, musculoso, ondeando la bandera mexicana sobre un mar de llamas y hierros retorcidos. El objetivo: los robotaxis de Waymo, la filial de Google, convertidos en barricadas incendiarias.
Pero, ¿por qué Waymo? No se trata de una simple explosión de ira. Los vehículos autónomos se han convertido en un símbolo del capitalismo de vigilancia. Equipados con cámaras para navegar, esos «coches espía», como los llaman algunos manifestantes, graban y comparten información con las autoridades, incluido el LAPD. En un clima de tensión y desconfianza, la tecnología que prometía eficiencia y comodidad se ha transformado en una herramienta de control. La gente se siente vigilada, sus datos expuestos y sus derechos amenazados.
Este no es un fenómeno aislado. A principios de año, los Tesla de Elon Musk fueron objeto de ataques similares, reflejando la frustración ante la desigualdad y el poder desmedido de los magnates tecnológicos. La respuesta de Trump, catalogando los actos como «terrorismo doméstico», solo sirvió para encender aún más la llama de la protesta. El movimiento se extendió por el mundo, alcanzando incluso Italia y Alemania, evidenciando un rechazo global a la automatización irresponsable y al tecnoautoritarismo.
La imagen de los Waymo en llamas es poderosa, un recordatorio de que la tecnología, sin una regulación ética y una supervisión democrática, puede convertirse en un arma de opresión. No se trata solo de los inmigrantes; la amenaza se cierne sobre toda la ciudadanía. Es una advertencia sobre los peligros de un futuro donde la vigilancia constante y el control algorítmico erosionan las libertades fundamentales. Las protestas en Los Ángeles son un grito de rebeldía contra un futuro distópico que ya ha comenzado a tomar forma.
Los manifestantes no solo destruyen la tecnología, sino que la utilizan para amplificar su mensaje. Los patinetes eléctricos de Lime, por ejemplo, se han convertido en armas arrojadizas contra la policía o combustible para avivar las llamas, demostrando cómo la tecnología ubicua puede ser subvertida y transformada en un instrumento de protesta. Es como si los luditas del siglo XXI, en lugar de simplemente destruir los telares, los estuvieran utilizando para tejer una nueva forma de resistencia, una que confronta el poder tecnológico con sus propias herramientas. El fuego es el fuego, y en Los Ángeles, está iluminando un camino hacia un futuro incierto, pero también una determinación inquebrantable de defender la libertad y la dignidad humana.
La imagen de Los Ángeles ardiendo bajo la bandera mexicana es, sin duda, un potente símbolo de la frustración que se cuece a fuego lento en la sociedad contemporánea. Reducir este fenómeno a mero «terrorismo doméstico», como sugiere Trump, es un simplismo peligroso que ignora las raíces profundas de este malestar. Estos actos vandálicos no justifican la violencia, pero sí obligan a una reflexión seria sobre el papel que la tecnología está jugando en la erosión de las libertades individuales y la creciente sensación de vigilancia constante. En lugar de demonizar a los manifestantes, deberíamos preguntarnos qué clase de futuro estamos construyendo si la respuesta a la innovación tecnológica es la quema de coches autónomos. Un futuro, al parecer, donde la promesa de eficiencia y comodidad se traduce en un control orwelliano disfrazado de progreso.
El nuevo ludismo que emerge en las calles de Los Ángeles, y que se extiende por el globo, no es una simple reacción visceral contra las máquinas. Es una señal de alarma ante la falta de un debate ético profundo y una regulación efectiva que acompañen el avance tecnológico. Que los manifestantes utilicen la misma tecnología que denuncian, como los patinetes eléctricos, para subvertir el sistema es paradójico, pero también revelador. Demuestra que la lucha no es contra la tecnología en sí, sino contra el abuso de poder que permite y fomenta. La solución no pasa por criminalizar la protesta, sino por crear espacios de diálogo genuinos donde la sociedad civil pueda participar en la definición de un futuro tecnológico que respete la dignidad humana y las libertades fundamentales. De lo contrario, el fuego seguirá ardiendo.
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