La justicia ha hablado alto y claro en Sevilla, resonando con fuerza en los pasillos de la administración andaluza. Daniel Alberto Rivera, ex Director General de Trabajo y Seguridad Social de la Junta de Andalucía, ha sido sentenciado a cuatro años y un mes de prisión, además de una inhabilitación de diez años y la obligación de restituir 682.598 euros al erario público. La condena, dictada por la Sección Primera de la Audiencia Provincial de Sevilla, se enmarca dentro de una pieza separada del ya tristemente famoso caso ERE, y destapa una trama donde las promesas de prejubilación se convirtieron en un agujero negro para las arcas públicas.
El caso se remonta al año 2003, cuando Fertiberia, la empresa protagonista, tramitó un Expediente de Regulación de Empleo (ERE) con el objetivo de extinguir 166 puestos de trabajo. Si bien se ofrecieron diversas opciones a los trabajadores, incluyendo prejubilaciones y indemnizaciones, doce de ellos no lograron acceder a las condiciones deseadas en el marco del ERE. Decididos a no rendirse, estos trabajadores buscaron el respaldo de su representante sindical y, posteriormente, elevaron sus inquietudes a la Dirección General de Trabajo, solicitando una solución para su situación particular. Lo que siguió fue un laberinto burocrático que culminó en la concesión de ayudas irregulares, sin expediente administrativo previo y sin la fiscalización necesaria.
La sentencia revela que Rivera, en su posición de director general, acordó la suscripción de pólizas con Vitalicio Seguros para cada uno de los doce extrabajadores, con el presunto objetivo de facilitar «la obtención de las condiciones de prejubilación a las que no habían accedido en el ERE». La Junta de Andalucía desembolsó un total de 1,9 millones de euros, incluyendo intereses moratorios por impagos. Posteriormente, Rivera ordenó a la agencia IDEA el pago de sumas adicionales a Generali, sin que existiera un expediente que justificara tales desembolsos. El tribunal ha sido contundente: estas ayudas carecían de base legal y se otorgaron obviando los procedimientos establecidos, demostrando un desprecio absoluto por la correcta gestión de los fondos públicos. El tribunal subraya que Rivera era plenamente consciente de la ausencia de base reguladora, la falta de publicidad en la concesión de las ayudas y la inexistencia de fiscalización previa.
El fallo judicial absuelve a un exdirigente de CCOO y al propio sindicato como responsable civil subsidiario, al no encontrarse pruebas suficientes de su participación en los hechos. Sin embargo, la condena a Rivera supone un nuevo golpe para la imagen de la administración andaluza y un recordatorio de la importancia de la transparencia y la rendición de cuentas en la gestión de los recursos públicos. Este caso Fertiberia, una pieza más en el puzzle del caso ERE, deja al descubierto una red de irregularidades que ha socavado la confianza de los ciudadanos en sus instituciones.
La condena a Daniel Alberto Rivera, aunque tardía, es un rayo de esperanza en un cielo nublado de impunidad. No obstante, celebrar este fallo como una victoria definitiva sería ingenuo. Más allá de la condena individual, lo que realmente resuena es la persistencia de un sistema que permitió, e incluso incentivó, la opacidad y el clientelismo en la gestión de fondos públicos. ¿Cuántos «Riveras» quedan aún sin identificar, protegidos por inercias burocráticas y silencios cómplices? La justicia debe ir más allá de la sanción individual y desmantelar las estructuras que facilitaron estos desvíos, implementando mecanismos de control y transparencia verdaderamente efectivos.
El caso Fertiberia, como un eco del caso ERE, revela una profunda crisis de confianza en la administración andaluza. No basta con recuperar el dinero malversado; es imperativo reconstruir la credibilidad de las instituciones. Esto implica una auditoría exhaustiva de los procesos de gestión de fondos públicos, el establecimiento de mecanismos de control independientes y la promoción de una cultura de rendición de cuentas. De lo contrario, este caso será recordado no como un punto de inflexión, sino como un síntoma más de una enfermedad endémica que corroe la base de nuestra democracia.
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