El Coliseo vivió un déjà vu este fin de semana, una suerte de justicia poética futbolística donde las palabras vuelven para morder a quien las pronunció. José Bordalás, adalid del «esto es fútbol, papá», experimentó en carne propia el significado de su propia frase. Vinicius Júnior, encarnación de la controversia y el desequilibrio, hizo de las suyas, provocando la exasperación del técnico azulón. Como un eco, las quejas de Bordalás resonaron en el estadio, similares a las de tantos otros que han sufrido el rigor táctico y la intensidad de su Getafe. La moraleja, tan vieja como el fútbol mismo, es que lo que va, vuelve.
Pero la jornada no se limitó al retorno del boomerang. Un incidente mucho más grave sacudió los cimientos del Camp Nou, un error que trasciende la pasión y roza lo inexplicable. Tras ser expulsado en el agónico encuentro contra el Girona, Hansi Flick, el técnico del Barcelona, permaneció impasible en el banquillo, como si la tarjeta roja fuera un mero trámite administrativo. Un fallo garrafal, un agujero negro en el reglamento que nadie, absolutamente nadie, pareció notar.
La imagen de Flick dando indicaciones a sus jugadores tras ser expulsado es una afrenta al espíritu deportivo y una burla a la autoridad arbitral. ¿Cómo es posible que ni el árbitro principal, ni sus asistentes, ni el cuarto colegiado, ni los delegados de ambos equipos, ni siquiera las fuerzas de seguridad, advirtieran la flagrante infracción? La pregunta flota en el aire, cargada de incredulidad y sospecha.
Este bochornoso episodio plantea serias dudas sobre el control y la supervisión en los partidos de La Liga. ¿Existe un vacío legal que permite este tipo de situaciones? ¿O se trata simplemente de una negligencia inaceptable? Sea cual sea la respuesta, la imagen del fútbol español se ve empañada por este desliz, un recordatorio de que la profesionalidad y el rigor deben ser innegociables, tanto dentro como fuera del terreno de juego. Porque, señores, esto no es fútbol, esto es un despropósito.
La justicia poética futbolística, a veces, es tan complaciente como engañosa. El caso Bordalás, ejemplificando el refrán de «quien siembra vientos, recoge tempestades», no debería eclipsar la profunda reflexión que merece. Si bien la intensidad y el juego al límite del Getafe son criticables, utilizarlos como justificación para acciones antideportivas o provocaciones es un error aún mayor. Reducir el debate a un simple «esto es fútbol, papá» implica normalizar comportamientos que socavan la esencia del juego limpio y el respeto entre rivales. El problema no reside en la confrontación táctica, sino en la ética deportiva, un terreno donde la línea entre la pasión y la transgresión se difumina peligrosamente.
Más allá del karma deportivo, el grotesco incidente protagonizado por Hansi Flick en el Camp Nou exige una investigación exhaustiva y medidas ejemplarizantes. La negligencia colectiva que permitió al técnico seguir dirigiendo al equipo tras ser expulsado no solo es una burla al reglamento, sino una preocupante muestra de la laxitud con la que se aplican las normas en el fútbol español. ¿Dónde estaban los árbitros asistentes? ¿Y los delegados? ¿Acaso la presión del Camp Nou justifica una inacción tan flagrante? Este desliz no solo empaña la imagen del Barcelona, sino la de toda La Liga, poniendo en tela de juicio la seriedad y la profesionalidad de una competición que aspira a ser de élite. Se necesita, urgentemente, una revisión de los protocolos y una mayor exigencia en el cumplimiento de las normas para evitar que este tipo de situaciones se repitan.
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