La macabra cuenta sigue sumando. María Dolores Fernández es la víctima número 22 de la violencia machista en lo que va de 2025, elevando la cifra total a 1.316 desde que el Ministerio de Igualdad comenzó a registrar estos crímenes en 2003. Su muerte, brutal y despiadada, perpetrada por su marido mientras dormía, nos recuerda la persistencia de un problema que carcome nuestra sociedad. Un martillo y un cuchillo jamonero fueron las armas de un terror que se ceba en la intimidad del hogar, en el espacio que debería ser sinónimo de seguridad y refugio. El silencio de la madrugada se rompió con la violencia, dejando tras de sí un reguero de dolor y la ineludible pregunta: ¿cuándo terminará esta pesadilla?
Este nuevo asesinato, perpetrado por Eutiquio Fernández antes de intentar, sin éxito, quitarse la vida, llega en un momento especialmente preocupante. Las estadísticas de julio suelen ser alarmantes, un mes que históricamente concentra un elevado número de feminicidios. De hecho, desde 2003, 138 mujeres han perdido la vida a manos de sus parejas o ex parejas durante este mes. La esperanza de que este año fuese diferente se desvanece con cada nueva noticia, con cada nuevo nombre añadido a la lista del horror. El intento de suicidio del agresor, aunque fallido, se suma a los 187 intentos registrados, mientras que 274 agresores sí lograron consumar el suicidio tras cometer el crimen, lo que representa un 20.82% del total. Un dato que revela la desesperación y la cobardía de quienes prefieren la muerte a afrontar las consecuencias de sus actos.
Si bien el número de mujeres asesinadas parece haber disminuido en comparación con las cifras de hace dos décadas, otros indicadores revelan una realidad aún más inquietante. El Sistema VioGén, que agrupa a las mujeres bajo seguimiento por riesgo de maltrato, ha experimentado un crecimiento exponencial, pasando de 52.005 en 2015 a 102.575 en 2025. Un aumento del 97,23% en tan solo diez años. Este incremento evidencia que la violencia machista no está disminuyendo, sino que se está haciendo más visible y que cada vez más mujeres se encuentran en situación de riesgo. Paralelamente, se ha triplicado el número de mujeres con protección policial, pasando de 16.613 hace una década a 57.962 en la actualidad. Esta situación refleja una paradoja dolorosa: mientras más recursos se destinan a la protección, más mujeres necesitan esa protección.
En medio de esta desoladora realidad, encontramos un pequeño rayo de esperanza. Las cifras de menores asesinados por violencia de género han experimentado un descenso del 57% en comparación con el año anterior. Si en estas mismas fechas en 2024 lamentábamos el asesinato de siete menores, en 2025 la cifra se reduce a tres. Si bien cualquier muerte infantil es una tragedia irreparable, esta disminución, aunque leve, nos invita a seguir trabajando para proteger a los más vulnerables y a romper el ciclo de la violencia desde la infancia. Es necesario redoblar los esfuerzos en la prevención, la educación y la sensibilización, para que ningún niño o niña tenga que sufrir las consecuencias de la violencia machista.
La lucha contra la violencia machista es una tarea que nos compete a todos y a todas. No podemos permanecer impasibles ante esta lacra que sigue arrebatando vidas y destrozando familias. Es necesario denunciar, apoyar a las víctimas y exigir a las autoridades medidas más eficaces para prevenir y erradicar esta violencia. El silencio es cómplice, la indiferencia es inaceptable. Cada vida cuenta, cada historia importa, cada asesinato es una derrota para toda la sociedad.
La persistencia de la violencia machista en España, como reflejan las sombrías estadísticas presentadas, no solo es un fracaso colectivo, sino una bofetada a la promesa de una sociedad igualitaria y justa. El aumento del 97,23% en mujeres bajo seguimiento por riesgo de maltrato en el Sistema VioGén, mientras se triplica la protección policial, revela la alarmante incapacidad del sistema para erradicar la raíz del problema. No basta con parchear las heridas; es imperativo un cambio cultural profundo, una transformación en la educación que desmonte los cimientos del machismo desde la infancia. ¿Dónde están las campañas de concienciación masivas, el escrutinio público implacable hacia actitudes y discursos sexistas, la inversión real en programas de reeducación para agresores que vayan más allá de la mera sanción?
El leve descenso en el asesinato de menores, aunque bienvenido, no debe servir como consuelo, sino como acicate. Cada vida salvada es un testimonio de que el cambio es posible, pero también un recordatorio de que la complacencia es el peor enemigo. La cifra de agresores que optan por el suicidio tras cometer el crimen, un perturbador 20.82%, no es una muestra de arrepentimiento, sino de la cobardía suprema. Debemos preguntarnos qué estamos haciendo mal como sociedad para que individuos prefieran la autoaniquilación antes que asumir la responsabilidad de sus actos atroces. La respuesta, indudablemente, reside en la impunidad social que aún toleramos, en la normalización sutil de la misoginia que se filtra en cada rincón de nuestra existencia. La lucha contra la violencia machista es una guerra sin cuartel, y la rendición no es una opción.
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