Madrid se convirtió ayer en el escenario de un encuentro cargado de tensión y dolor. Un acto organizado por la Conferencia Española de Religiosos (Confer) en la Fundación Pablo VI, pretendía ser un gesto de contrición hacia las miles de mujeres que sufrieron en las instituciones del Patronato de Protección a la Mujer, un organismo franquista que operó entre 1941 y 1985. Sin embargo, el perdón ofrecido resonó vacío para muchas de las presentes, quienes, con gritos de «¡ni olvido ni perdón!», dinamitaron el evento.
La ministra de Igualdad, Ana Redondo, presenció la escena, mientras que su predecesora, Irene Montero, apoyaba desde la primera fila las reivindicaciones de las víctimas, evidenciando la profunda división que persiste en torno a este oscuro capítulo de la historia española. El Patronato, bajo el pretexto de «dignificar» y «educar» a la mujer según los valores católicos, sometió a miles de jóvenes a prácticas humillantes y abusivas, dejando cicatrices imborrables.
El presidente de la Confer, Jesús Díaz Sariego, intentó calmar los ánimos con una declaración de arrepentimiento: «Pedimos perdón por aquello que en el pasado no hicimos bien», expresó. Reconoció las «condiciones de vida injustas y dolorosas» a las que fueron sometidas las mujeres en un contexto de «severas restricciones educativas, sociales, políticas y religiosas». Palabras que, sin embargo, no lograron mitigar la rabia y el sentimiento de injusticia de las afectadas.
Los testimonios de mujeres como Mariaje López y Paca Blanco revelan la brutalidad y el sadismo que se escondían tras los muros de los centros del Patronato. Mariaje, internada a los ocho años tras la muerte de su padre, recuerda cómo la despojaron de su identidad, convirtiéndola en la interna número 125. Su infancia se redujo a jornadas extenuantes de trabajo, ensamblando cromos y montando rieles de cortina, mientras recibía castigos crueles por cualquier infracción, como limpiar el suelo haciendo cruces con la lengua.
Paca Blanco, por su parte, relata el terrorífico «examen» ginecológico al que fue sometida al ingresar en el centro, una práctica que determinaba el grado de severidad del reformatorio al que sería destinada. La joven, consumida por el deseo de escapar, se vio obligada a casarse a los 18 años para liberarse del yugo del Patronato. «Mi obsesión era mirar por dónde podía irme. Sólo pensaba en escaparme», confiesa.
Las palabras de Sariego no logran reparar el daño infligido. Las heridas siguen abiertas, y la exigencia de justicia y reparación integral resuena con fuerza en la memoria colectiva. El acto de perdón, concebido como un bálsamo, se convirtió en un catalizador de la indignación, poniendo de manifiesto la necesidad de un reconocimiento real y profundo del sufrimiento de las víctimas del Patronato de Protección a la Mujer. Un pasado que, lejos de ser olvidado, exige ser recordado para evitar que se repita.
El acto de perdón ofrecido por la Confer a las víctimas del Patronato de Protección a la Mujer, más que un bálsamo sanador, se ha revelado como una escenificación fallida, un gesto carente de la profundidad necesaria para abordar décadas de terror institucionalizado. Reducir el sufrimiento infringido a «aquello que en el pasado no hicimos bien» denota una preocupante banalización de la barbarie, un intento torpe de pasar página sin asumir la responsabilidad histórica que pesa sobre la Iglesia. El perdón, para ser genuino, exige un reconocimiento explícito y detallado de los crímenes cometidos, la identificación de los perpetradores y una reparación integral que vaya más allá de las palabras vacías. De lo contrario, no es más que una cortina de humo que pretende silenciar el clamor de justicia de unas mujeres a las que se les robó la infancia y la dignidad.
La presencia de figuras políticas en este acto fallido, lejos de ofrecer un marco de reconciliación, ha exacerbado la polarización que rodea este tema. Mientras la ministra Redondo era testigo de la justa indignación de las víctimas, la exministra Montero abrazaba sus reivindicaciones desde la primera fila, evidenciando una instrumentalización política del dolor que no contribuye a la reparación histórica. El Patronato de Protección a la Mujer fue una herramienta de control social y adoctrinamiento ideológico impulsada por el franquismo y amparada por la Iglesia, y como tal debe ser abordado. No se trata de un debate ideológico, sino de un imperativo moral: devolver la voz y la dignidad a quienes fueron silenciadas y humilladas, y garantizar que jamás se repita una ignominia semejante. El camino hacia la justicia pasa por la verdad, la memoria y la reparación, y no por actos de contrición superficiales que solo sirven para alimentar la frustración y el desamparo de las víctimas.
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