Un clima de preocupación y desasosiego se ha apoderado del Centro de Medidas Judiciales Marcelo Nessi, el único centro en Badajoz para menores infractores. Las declaraciones recientes de dos trabajadoras del centro, que prefieren mantener en el anonimato su identidad por razones de seguridad, han arrojado luz sobre la peligrosa dinámica que se vive en este espacio dedicado a la rehabilitación de jóvenes. Tras la trágica muerte de la trabajadora social Belén Cortés, asfixiada por tres menores en un incidente violento que sacudió a la comunidad, las alertas sobre la gestión de los internos han encendido el debate sobre la efectividad de las políticas implementadas en el centro.
“Los chicos al final hacen lo que tú les dejas hacer”, resalta una de las auxiliares, con un tono de frustración palpable. Su testimonio subraya un cambio drástico en la manera en que se gestionan las conductas de los jóvenes desde que se llevó a cabo la visita de técnicos del Defensor del Pueblo hace un año y medio. Los expertos aconsejaron un enfoque más flexible, sugiriendo que la disciplina estricta era equivalente a un encarcelamiento. Sin embargo, este nuevo enfoque ha sido criticado por ayudar a generar una atmósfera donde algunos infractores se sienten empoderados al ignorar las normas.
Las relatos de violencia son comunes entre los auxiliares. “He visto a compañeros salir con puntos de sutura, y a un vigilante con la pierna rota”, explica la educadora de más edad. La situación se ha vuelto insostenible; los menores muestran un alto grado de agresividad y cierta impunidad, llegando incluso a desafiar la autoridad de los encargados de su educación y bienestar. La falta de consecuencias claras por sus acciones crea un ambiente donde los límites son constantemente puestos a prueba, y la integridad del personal se convierte en un riesgo diario.
“Antes, las sanciones eran una herramienta”, continúa, “pero ahora no se cumplen. No hay ninguna consecuencia real por sus actos.” La idea de negociar el castigo ha convertido al sistema en un juego peligroso; el que una joven recibe una sanción por haber agredido a un vigilante se transfigura en el derecho de cuestionar dicha sanción, fomentando un ciclo de desfachatez y, en numerosas ocasiones, agresión.
El dilema es profundo: ¿cómo se puede gestionar la violencia en un entorno destinado a la rehabilitación de menores? Mientras que el sistema busca comprender las causas detrás de la conducta delictiva, la realidad en el centro es que algunos comportamiento que antes se enderezaban a través de la disciplina ahora quedan sin respuesta contundente. “Provenían de familias que no les podían cuidar y luego se presentan aquí ya muy maleados”, advierte la auxiliar, abogando por la necesidad de un equilibrio entre la comprensión y el establecimiento de límites claros y firmes.
“Nadie quiere ver a estos jóvenes como delincuentes eternamente, pero tampoco podemos permitir que la falta de reglas conduzca a la violencia”, concluye. La seguridad de quienes trabajan en el centro y, sobre todo, de los propios menores, está en juego. En un momento donde los menores están en la búsqueda de su identidad, las instituciones deben reforzar su capacidad para transformar en lugar de destruir, pero siempre dentro de un marco que asegure el respeto y la seguridad para todos.

La crisis en el Centro de Medidas Judiciales Marcelo Nessi no es solo un reflejo del fracaso en la gestión de menores infractores, sino un síntoma de un sistema que titubea entre la rehabilitación y la necesidad imperiosa de mantener la seguridad. El testimonio de las trabajadoras indica una desesperante realidad donde un enfoque demasiado permisivo ha rebajado las consecuencias de actos violentos, generando un clima de violencia y descontrol. La falta de sanciones efectivas no solo pone en riesgo la integridad del personal, sino que, más gravemente, afecta a los propios menores, quienes, sin límites claros, se pierden en un juego peligroso de impunidad. Esto cuestiona seriamente la viabilidad de un modelo de reinserción que no establece el respeto a la autoridad y que, en consecuencia, se convierte en un caldo de cultivo para futuros comportamientos delictivos.
Sin embargo, no podemos caer en una crítica sin matices. Es indudable que el sistema judicial y educativo, al tratar a estos jóvenes como simples delincuentes, olvida la importancia de un enfoque humanista basado en la comprensión de sus contextos familiares y sociales. La propuesta de balancear la disciplina con la empatía es válida y necesaria, pero se convierte en una tarea casi imposible si no se implementan mecanismos que garanticen la seguridad de todos los implicados. Un camino posible podría ser el establecimiento de protocolos que incluyan formaciones continuas para el personal en el manejo de conflictos, así como medidas estrictas para asegurar que la rehabilitación no se convierta en un sinónimo de abandono de la autoridad. Para gestionar esta dualidad, es crucial que las instituciones comprendan que la rehabilitación no puede existir sin un entorno seguro y estructurado. Sin este equilibrio, la transformación deseada se desvanecerá en la violencia y el desamparo.
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