La hostelería española se ha convertido en un pilar fundamental de la economía, y nadie puede negar el palpable ambiente que ofrecen los bares y terrazas en las ciudades. Sin embargo, este bullicioso ecosistema va acompañado de un desafío significativo: la percepción del ruido y la ocupación del espacio público. En medio de la resurrección del sector tras la crisis generada por la pandemia, surgen cuestionamientos sobre la convivencia entre los ciudadanos y la actividad hostelera, un dilema que muchos economistas como Niño Becerra consideran necesario abordar con una mirada más crítica.
Para quienes viven en el corazón de la ciudad, el ensordecedor murmullo de las terrazas puede ser una verdadera prueba de paciencia. Niño Becerra enfatiza las dificultades de aquellos trabajadores que, tras largas jornadas, necesitan descansar para levantarse al amanecer. «La realidad es que muchos ciudadanos se encuentran atrapados entre el encanto de disfrutar de un aperitivo al aire libre y la necesidad de dormir. La mayoría no puede permitirse el lujo de vivir sin dormir, independientemente de cuán sociables seamos como país», manifiesta el economista.
Las recientes iniciativas de peatonalización de las ciudades, que prometían devolver las calles a los peatones y reducir la contaminación acústica, se han convertido, en muchos casos, en un arma de doble filo. En lugar de hallar un refugio de tranquilidad, los residentes han visto cómo el espacio peatonal se transforma en un mar de mesas y sillas que acaparan aún más ruido y tránsito humano. Esta ironía ha desatado la preocupación de diferentes grupos comunitarios que abogan por un equilibrio entre entretenimiento y bienestar personal.
Pese a la controversia que genera la situación, Niño Becerra subraya el valor económico que representan estas terrazas, las cuales han sido claves en la recuperación del empleo en el sector tras el bache provocado por la crisis sanitaria. «Cada terraza, cada mesa, genera empleo y vitalidad en nuestras calles. No obstante, no podemos ignorar el precio personal que muchas personas están pagando en su calidad de vida», destaca. En un país donde el PIB está íntimamente ligado a la actividad económica, es comprensible la reticencia a ponerles freno a los bares y restaurantes por el impacto inmediato que tendrían en el empleo.
Sin embargo, mientras el debate sobre el futuro de las terrazas y su convivencia con la vida cotidiana sigue en pie, los ciudadanos deben encontrar formas de alzar su voz. La armonía entre un vibrante ambiente social y la tranquilidad del hogar es, sin duda, un acto de malabarismo que exige atención tanto de los responsables políticos como de la ciudadanía. En una España donde la vida se celebra en la calle, la búsqueda de soluciones que beneficien a todos es más necesaria que nunca.
La situación actual de la hostelería en España nos enfrenta a un complejo dilema: disfrutar de un ambiente vibrante al aire libre o defender nuestro derecho a un hogar tranquilo. Si bien es innegable que las terrazas han sido vitales para la recuperación económica, cada día más residentes en las zonas céntricas ven su calidad de vida mermada por el ruido constante que emana de estos espacios. El concepto de convivencia se vuelve un reto acuciante, ya que no se puede relegar el bienestar de quienes viven en estas áreas a un segundo plano en favor de las ganancias económicas. Tal como señala Niño Becerra, el equilibrio entre el trabajo y el descanso es fundamental, y este conflicto se expande a una cuestión más amplia sobre cómo concebimos el espacio público y su disfrute, sin que uno anule al otro.
Los responsables políticos deben poner en práctica medidas que no sólo beneficien a los empresarios, sino que también escuchen las inquietudes de los ciudadanos. La peatonalización y las iniciativas para abrir más espacios al aire libre deben ser acompañadas de un diseño que contemple la paz residencial y la estabilidad de la vida cotidiana. Hay que repensar nuestras calles como lugares de coexistencia y no como simples escenarios comerciales. La verdadera solución radica en fomentar un diálogo que contemple tanto la vitalidad económica como el respeto por el bienestar de la población. Una ciudad no puede llamarse viva si compromete la calidad de vida de sus habitantes; es hora de que la conversación sobre la hostelería y el ruido se transforme en un compromiso colectivo por una convivencia más armónica.
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