Múnich vibró, cantó y se rindió ante el nuevo rey de Europa: el PSG. En una noche mágica en el Allianz Arena, el equipo dirigido por Luis Enrique desató un vendaval de fútbol que arrasó al Inter de Milán con un contundente 5-0. Un resultado que quedará grabado a fuego en la historia del club parisino, que alza por primera vez la ansiada «Orejona», un sueño largamente acariciado y finalmente hecho realidad.
Desde el pitido inicial, el PSG demostró su ambición y hambre de gloria. Con un juego vertical, eléctrico y una presión asfixiante, los parisinos encerraron al Inter en su propio campo, desatando un torrente de ocasiones que presagiaban la goleada. Achraf Hakimi, con un sutil toque de interior, abrió la lata a los 13 minutos, desatando la locura en la afición parisina. Poco después, Doué amplió la ventaja con un gol de pillo, demostrando su olfato goleador y su instinto depredador dentro del área.
La segunda mitad fue un monólogo parisino. Kvaratskhelia, con un zurdazo imparable, puso el 3-0 en el marcador, silenciando a la afición interista. Doué, en estado de gracia, volvió a perforar la portería de Sommer, sellando su doblete y certificando la victoria. Para poner la guinda al pastel, Mayulu, con un gol de bella factura, cerró el festival goleador y desató la euforia en el banquillo parisino.
Más allá de la victoria y la conquista del título, la noche tuvo un componente emocional muy especial. Luis Enrique, visiblemente emocionado, recibió una camiseta con el nombre de su hija Xana, fallecida en 2019. Un gesto que conmovió a todo el estadio y que puso de manifiesto el lado más humano del técnico asturiano. Además, la afición parisina desplegó un tifo con la imagen de Luis Enrique y su hija ondeando la bandera del PSG, un homenaje que quedará para siempre en el recuerdo.
«Xana está con la familia y con sus amigos, se gane o se pierda. Siempre está conmigo y hoy estaría corriendo por aquí. El mural ha sido precioso, lo agradezco«, declaró Luis Enrique con la voz entrecortada por la emoción. Unas palabras que reflejan el sentimiento de un padre que nunca olvida a su hija y que le dedica cada victoria, cada título, cada momento de felicidad.
Con la conquista de la Champions League, el PSG se erige como el nuevo gigante del fútbol europeo. Un equipo plagado de estrellas, con un técnico de primer nivel y una afición incondicional que sueña con dominar el continente durante muchos años. Pero el camino no será fácil. El Mundial de Clubes en Estados Unidos ya asoma en el horizonte, y el PSG deberá demostrar que su reinado no es flor de un día. El mundo del fútbol espera expectante.
El estruendoso eco de la victoria del PSG, amplificado hasta la extenuación por la maquinaria mediática, resuena con una familiaridad inquietante. No se trata ya de analizar si el fútbol gana o pierde con un triunfo tan apabullante del músculo financiero, sino de constatar que el relato, una vez más, se pliega sumisamente a la lógica del poder. El despliegue de talento individual, sin duda innegable, se diluye bajo el peso de una inversión desmesurada que desnaturaliza la esencia competitiva del deporte. ¿Qué Champions League celebramos? ¿La de la épica y la superación, o la de la billetera sin fondo que allana el camino hacia la gloria previsible?
Más allá del emotivo homenaje a Xana, un gesto que trasciende lo deportivo y apela a la fibra sensible, la pregunta que persiste es si este triunfo del PSG realmente inaugura una dinastía o simplemente consolida una hegemonía construida sobre cimientos poco sostenibles. La historia del fútbol está repleta de proyectos faraónicos que, tras un efímero reinado, se desmoronaron ante la fragilidad de su propia estructura. El verdadero desafío para el PSG no reside en repetir este éxito puntual, sino en construir un legado que trascienda las individualidades y se sustente en una filosofía de juego y una identidad propia. De lo contrario, esta «Orejona» será solo un trofeo más en una vitrina repleta de aspiraciones incumplidas.
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